jueves, 11 de abril de 2013


NOS INVADIERON LOS CHINOS



La ‘invasión’ china se da en Colombia desde que tengo uso de razón. Mi primer ‘encuentro’ con   ese país fue durante mi niñez. O quién de mi generación o un poco antes a la mía no vistió durante su infancia las famosas camisetas chinas, de las blancas, aquellas que nuestros padres  por pura economía, por frescas y cómodas, nos compraban especialmente para hacer educación física.

Frescura, comodidad y  porque permitían ahorro al  desgastado bolsillo de la clase asalariada colombiana. Tres cualidades que hacían de esta prenda  muy apetecida.  Pero les faltaba un detalle: calidad. Y es que no se puede negar que con estos suéteres chinos aplicaba el adagio popular que reza  “lo barato sale caro”, pues al poco tiempo de colocárselas, lavarlas y restregarlas una y otra vez, el cuello se deformaba, la tela se perforaba y sólo quedaban sirviendo como trapo de cocina.

Mi segundo acercamiento con lo  chino, fue precisamente con los chinos, es decir, con ellos de carne y hueso. Sucedió en Campo de la Cruz, municipio del Atlántico, donde residían mis abuelos maternos y donde sagradamente en todas las vacaciones - y a veces en contra de nuestra voluntad- nos mandaban a mi hermana y a mí, a pasar cuantas vacaciones escolares teníamos durante  el año.

Era mediado de los años 80 cuando en una de esas tantas idas y quedadas, llegamos a Campo  y el pueblo andaba revolucionado. El motivo del revuelo de sus pobladores era originado por la presencia de unas personas un tanto extrañas y diferentes, poco sociables, que llegaron como tripulación de la Draga China. 

Su fisionomía, sus raras costumbres y especialmente, su idioma indescifrable, eran la sensación por esos días. Como el trabajo de  dragado en el río Magdalena iba para largo, los orientales se hospedaron en varias casas ubicadas en la calle principal del centro de la municipalidad. De día trabajaban en la draga, mientras que en el tiempo libre  se recreaban.

Una de esas noches con mi hermana y un grupito de amigas, nos fuimos al centro, también a curiosear detenidamente a los extranjeros a quienes mirábamos  cual  extraterrestres de ojos rasgados. Sus actividades de entretención se convertían en  un espectáculo cuando todos salían y  se sentaban en grupos repartidos  a lo largo de la calle, a disputar diferentes juegos de mesa. Las damas chinas se quedaban en pañales frente a los otros incomprensibles pasatiempos que estos orientales trajeron para divertirse en sus horas de descanso.

Nadie entendía de lo que hablaban, si los gritos correspondían a discusiones, o si sus risas  significaban burlas causadas por la gran afluencia de espectadores a su alrededor. Varios meses estuvieron los chinos en Campo de la Cruz, se fueron por donde vinieron y se llevaron  la draga a otra ciudad de Colombia.

Con el transcurrir de los años (se calcula que desde hace 15  aproximadamente) los fabricantes chinos comenzaron a mostrar mejoría en la calidad de sus productos manufacturados  y desde hace menos de una década, inundaron el mercado nacional con  artículos de todo tipo. Actualmente la China ocupa el tercer lugar como uno de los  mayores importadores en Colombia, después de Estados Unidos y México.

Inventario   ‘made in China’



En el mes de diciembre pasado, Dios me dio la oportunidad de comprar los regalos de navidad, representados en su mayoría en ropa y juguetes. Así, que siguiendo mi costumbre de leer indicaciones, ingredientes, fechas de vencimiento y lugar de procedencia de los productos que adquiero, bien sea para mi uso o consumo,  me di a la tarea de hacer una lectura minuciosa de los ítem antes mencionados.

Poco me sorprendió que todos los juguetes, comprados en un prestigioso almacén de esta ciudad, tenían en su etiqueta el rótulo ‘made in China’. Se  trataba de artículos bonitos, buenos y de moda para los niños y niñas, fabricados por los chinos e importados por distribuidoras colombianas. Lo mismo sucedió con la mayoría de prendas de vestir: de buen  diseño, material y colores del momento, que nada tienen que envidiarle a las confecciones nacionales.

Se supone que la consigna es que de la China se importen artículos que no se fabriquen en nuestro país; no obstante, lo que más vende el comercio formal e informal son las manufacturas y el calzado procedente de esa nación asiática, segmentos en el que los colombianos somos expertos.

De la China además de ropa, llegan centenares de productos  que por sus  bajísimos precios  se convierten en una dura competencia para los nacionales. Además de ropa también llegan procedentes de ese país oriental: calzado, juguetes, electrodomésticos, pilas, bombillos, muebles, llantas, bicicletas, motos, automóviles, teléfonos,  y no pare de contar porque la lista es larga. Mientras que Colombia sólo exporta a ese país: café, aceites derivados de petróleo, cueros, insecticidas, madera, desechos de aluminio y de plástico, así como productos  elaborados con acero inoxidable como machetes, tijeras y cuchillos.

Así que en vista de todos esos antecedentes de ‘invasión’ en nuestro mercado, que no data de ayer, ni del año pasado, me pareció exagerada  la controversia generada a principios de este 2013, por la llegada de unos sombreros chinos que a mi parecer, no eran imitación de  los vueltiaos, sino parecidos (llámese chiviados, falsificados o pirateados)  pero con su propio estilo.

Entiendo que los sombreros vueltiaos colombianos, representan un Símbolo Cultural de la Nación, que son hechos artesanalmente por más de 7 mil  familias que devengan su sustento diario de este accesorio y que debemos defender lo nuestro.  Lo que no entiendo es ¿por qué entonces  los otros sectores de la economía nacional que se han visto directamente afectados por una dura competencia china, no han sentado su voz de protesta formal, o por lo menos, exigido más garantías de distribución y comercialización con respecto a esa rivalidad desigual?.

Quizá porque los sombreros nacionales tuvieron dolientes. Pero para mí, sinceramente, los chinos estaban bonitos, bien hechos, ajustaban a la medida, buen diseño y material ‘todo- terreno’, como si los hubiesen elaborados pensando en el  duro trajín de los carnavales de Barranquilla. Especialmente entre los jóvenes calaron bien  porque además de lo anterior,  se acomodaban al presupuesto: mientras que los vueltiaos costaban 30 mil pesos ( los más baratos), los otros se  conseguían en la calle por $10.000, que al final se convertían en 8 mil, con la concebida rebaja. Creo, reitero, que  no imitaban a los vueltiaos colombianos, solamente que los chinos como buenos fabricantes y estrategas de mercado, vieron en ese artículo una excelente oportunidad de negocio.

La misma oportunidad de  ganancia  vieron los empresarios colombianos que invirtieron una fortuna en traer un cargamento de  casi un millón de sombreros comprados a una irrisoria suma de $250  la unidad.  Finalmente el gobierno nacional ordenó el retiro del mercado de  estos sombreros sintéticos, así que ganaron una batalla los artesanos colombianos, pero perdieron  los comerciantes que con la esperanza de una buena utilidad se quedaron con las manos vacías y con los crespos hechos.

Al fin y al cabo desde que Colombia decidió entrar en la ‘onda’ de la globalización, léase: una nueva era de apertura económica, los chinos, -muy pilosos ellos a la hora de producir-, aprovecharon el auge para traer sus productos asequible para todo tipo de consumidor,   quienes finalmente somos los más beneficiados a la hora de comprar y encontrar un abanico de posibilidades para escoger.

Sueño con algún día con conocer la China; pero el día que eso suceda, tendré en cuenta que  cuando salga a caminar por las calles de Pekín, no vestirme con alguna de esas blusas chinas de moda que tengo. Claramente puedo vislumbrar a un grupo de señoras en una esquina mirándome con sus pequeños ojos, murmurando en su complicado idioma y riendo en voz baja. Quizá en ese momento, sea yo el blanco de burlas de aquellas mujeres, porque a lo mejor la ropa que llevo puesta la confeccionaron ellas.

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