NOS INVADIERON LOS CHINOS
La ‘invasión’ china se da en Colombia desde que tengo uso de
razón. Mi primer ‘encuentro’ con ese país fue durante mi niñez. O quién de mi
generación o un poco antes a la mía no vistió durante su infancia las famosas
camisetas chinas, de las blancas, aquellas que nuestros padres por
pura economía, por frescas y cómodas, nos compraban especialmente para hacer
educación física.
Frescura, comodidad y
porque permitían ahorro al
desgastado bolsillo de la clase asalariada colombiana. Tres cualidades
que hacían de esta prenda muy apetecida. Pero les faltaba un detalle: calidad. Y es
que no se puede negar que con estos suéteres chinos aplicaba el adagio popular
que reza “lo barato sale caro”, pues al
poco tiempo de colocárselas, lavarlas y restregarlas una y otra vez, el cuello
se deformaba, la tela se perforaba y sólo quedaban sirviendo como trapo de
cocina.
Mi segundo acercamiento con lo chino, fue precisamente con los chinos, es
decir, con ellos de carne y hueso. Sucedió en Campo de la Cruz, municipio del
Atlántico, donde residían mis abuelos maternos y donde sagradamente en todas
las vacaciones - y a veces en contra de nuestra voluntad- nos mandaban a mi
hermana y a mí, a pasar cuantas vacaciones escolares teníamos durante el año.
Era mediado de los años 80 cuando en una de esas tantas idas
y quedadas, llegamos a Campo y el pueblo
andaba revolucionado. El motivo del revuelo de sus pobladores era originado por
la presencia de unas personas un tanto extrañas y diferentes, poco sociables,
que llegaron como tripulación de la Draga China.
Su fisionomía, sus raras costumbres y
especialmente, su idioma indescifrable, eran la sensación por esos días. Como
el trabajo de dragado en el río Magdalena
iba para largo, los orientales se hospedaron en varias casas ubicadas en la
calle principal del centro de la municipalidad. De día trabajaban en la draga, mientras
que en el tiempo libre se recreaban.
Una de esas noches con mi hermana y un grupito de amigas,
nos fuimos al centro, también a curiosear detenidamente a los extranjeros a
quienes mirábamos cual extraterrestres de ojos rasgados. Sus
actividades de entretención se convertían en
un espectáculo cuando todos salían y se sentaban en grupos repartidos a lo largo de la calle, a disputar diferentes
juegos de mesa. Las damas chinas se quedaban en pañales frente a los otros
incomprensibles pasatiempos que estos orientales trajeron para divertirse en
sus horas de descanso.
Nadie entendía de lo que hablaban, si los gritos
correspondían a discusiones, o si sus risas significaban burlas
causadas por la gran afluencia de espectadores a su alrededor. Varios meses
estuvieron los chinos en Campo de la Cruz, se fueron por donde vinieron y se llevaron la draga a otra ciudad de Colombia.
Con el transcurrir de los años (se calcula que desde hace
15 aproximadamente) los fabricantes
chinos comenzaron a mostrar mejoría en la calidad de sus productos manufacturados y desde hace menos de una década, inundaron
el mercado nacional con artículos de
todo tipo. Actualmente la China ocupa el tercer lugar como uno de los mayores importadores en Colombia, después de Estados Unidos y México.
Inventario ‘made in China’
En el mes de diciembre pasado, Dios me dio la oportunidad de
comprar los regalos de navidad, representados en su mayoría en ropa y juguetes.
Así, que siguiendo mi costumbre de leer indicaciones, ingredientes, fechas de
vencimiento y lugar de procedencia de los productos que adquiero, bien sea para mi uso o consumo, me di a la tarea de hacer
una lectura minuciosa de los ítem antes mencionados.
Poco me sorprendió que todos los juguetes, comprados en un
prestigioso almacén de esta ciudad, tenían en su etiqueta el rótulo ‘made in
China’. Se trataba de artículos bonitos,
buenos y de moda para los niños y niñas, fabricados por los chinos e importados
por distribuidoras colombianas. Lo mismo sucedió con la mayoría de prendas de
vestir: de buen diseño, material y colores del momento, que nada tienen que
envidiarle a las confecciones nacionales.
Se supone que la consigna es que de la China se importen
artículos que no se fabriquen en nuestro país; no obstante, lo que más vende el
comercio formal e informal son las
manufacturas y el calzado procedente de esa nación asiática, segmentos en el
que los colombianos somos expertos.
De la China además de ropa, llegan centenares de
productos que por sus bajísimos precios se convierten en una dura competencia para
los nacionales. Además de ropa también llegan procedentes de ese país oriental:
calzado, juguetes, electrodomésticos, pilas, bombillos, muebles, llantas,
bicicletas, motos, automóviles, teléfonos,
y no pare de contar porque la lista es larga. Mientras que Colombia sólo
exporta a ese país: café, aceites derivados de petróleo, cueros, insecticidas,
madera, desechos de aluminio y de plástico, así como productos elaborados con acero inoxidable como machetes,
tijeras y cuchillos.
Así que en vista de todos esos antecedentes de ‘invasión’ en
nuestro mercado, que no data de ayer, ni del año pasado, me pareció exagerada la controversia
generada a principios de este 2013, por la llegada de unos sombreros chinos que
a mi parecer, no eran imitación de los
vueltiaos, sino parecidos (llámese chiviados, falsificados o pirateados) pero con su propio estilo.
Entiendo que los sombreros vueltiaos colombianos, representan un Símbolo
Cultural de la Nación, que son hechos artesanalmente por más de 7 mil familias que devengan su sustento diario de este
accesorio y que debemos defender lo nuestro.
Lo que no entiendo es ¿por qué entonces
los otros sectores de la economía nacional que se han visto directamente afectados por una dura competencia china, no han
sentado su voz de protesta formal, o por lo
menos, exigido más garantías de distribución y comercialización con respecto a esa
rivalidad desigual?.
Quizá porque los sombreros nacionales tuvieron dolientes.
Pero para mí, sinceramente, los chinos estaban bonitos, bien hechos, ajustaban
a la medida, buen diseño y material ‘todo- terreno’, como si los hubiesen elaborados pensando en el duro trajín de los carnavales de Barranquilla.
Especialmente entre los jóvenes calaron bien porque además de lo anterior, se acomodaban al presupuesto: mientras que
los vueltiaos costaban 30 mil pesos ( los más baratos), los otros se conseguían en la calle por $10.000, que al
final se convertían en 8 mil, con la concebida rebaja. Creo, reitero, que no imitaban a los vueltiaos colombianos,
solamente que los chinos como buenos fabricantes y estrategas de mercado, vieron en ese
artículo una excelente oportunidad de negocio.
La misma oportunidad de
ganancia vieron los empresarios
colombianos que invirtieron una fortuna en traer un cargamento de casi un millón de sombreros comprados a una irrisoria suma de $250 la unidad. Finalmente el gobierno nacional ordenó el
retiro del mercado de estos sombreros
sintéticos, así que ganaron una batalla los artesanos colombianos, pero
perdieron los comerciantes que con la
esperanza de una buena utilidad se quedaron con las manos vacías y con los crespos hechos.
Al fin y al cabo desde que Colombia decidió entrar en la ‘onda’
de la globalización, léase: una nueva era de apertura económica, los chinos, -muy pilosos ellos a la hora de producir-,
aprovecharon el auge para traer sus productos asequible para todo tipo de
consumidor, quienes finalmente somos los más beneficiados a la hora de comprar y encontrar un abanico
de posibilidades para escoger.
Sueño con algún día
con conocer la China; pero el día que eso suceda, tendré en cuenta que cuando salga a caminar por las calles de Pekín, no vestirme con alguna de esas blusas chinas de moda que tengo.
Claramente puedo vislumbrar a un grupo de señoras en una esquina mirándome con
sus pequeños ojos, murmurando en su complicado idioma y riendo en voz baja. Quizá en ese
momento, sea yo el blanco de burlas de aquellas mujeres, porque a lo mejor la ropa que llevo puesta la confeccionaron ellas.